Todas las mañanas, cuando sale de su casa, Oliver Sacks reconoce a sus vecinos por los perros que pasean. La joven que lleva un perro grande y marrón, la señora que pasea un golden retriever… Si esas mismas personas se cruzaran con él sin el perro, el famoso neurólogo pasaría de largo sin saludar porque es incapaz de reconocer las caras: sufre prosopagnosia.
Aunque no es la primera vez que Oliver Sacks habla de sí mismo como paciente (ya nos relató su peripecia neurológica en “Con una sola pierna”, sus migrañas con aura, e incluso su falta de orientación espacial en algunas otras obras), su último libro es una especie de revisión de sí mismo como caso clínico.
El núcleo, la parte más angustiosa de The Mind’s Eye, es el descubrimiento y diagnóstico de un melanoma en la retina que le ha costado la visión del ojo derecho después de varios años de tratamiento. “Me entró el pánico”, confiesa Sacks, “sólo podía escuchar una voz en mi interior que gritaba ¡CÁNCER, CÁNCER, CÁNCER!”.
Durante largos meses, Sacks anotó en un diario la manera en que su ojo iba transformando la realidad a medida que el melanoma era tratado o rebrotaba, cómo la ciudad se convirtió un día en una jungla de “medias personas”, o cómo perdió la tercera dimensión con la que tanto le había gustado experimentar durante años.
“Bajar las escaleras”, relata, “se convirtió en un riesgo terrorífico, tenía que medir cada uno de mis pasos”. “No hay espacio en ningún sitio, no hay espacio entre las cosas”. “Un día de febrero pensé que nevaba dentro de la cocina, porque la ventana exterior no parecía estar más lejos que el interior de la estancia”.
Desorientado y entre “desconocidos”
El relato de los hechos sigue el orden cronológico de su diario y Sacks los presenta con la misma meticulosidad con la que generalmente describe los casos de sus pacientes. Como en “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero” o “Un antropólogo en Marte”, el escritor hace una aproximación a los casos neurológicos más intrigantes, con la particularidad de que en esta ocasión saltan aquí y allá las confesiones sobre sus propias dolencias.
La paciente Lilian Kallir, por ejemplo, presenta un cuadro de agnosia visual. “Veo una V muy elegante”, le dice a Sacks, para descubrir, al rato, que se trata de la fotografía de un helicóptero. Cuando se encuentran, el neurólogo se viste completamente de rojo para facilitar que Lillian le tenga siempre localizado, al tiempo que la propia paciente sale a buscarle a la puerta en sus citas, porque sabe que Sacks se desorienta y a veces pasa horas caminando por delante de un lugar sin reconocerlo.
“Mi problema para reconocer caras”, confiesa Sacks, “se extiende no sólo a mis seres más próximos y queridos, sino también a mí mismo. Así, en muchas ocasiones he pedido disculpas a un hombre de barba por casi golpearle, para darme cuenta después de que ese hombre de barba larga era yo mismo en el espejo”.
Como otros pacientes con prosopagnosia, Sacks explica los pequeños trucos que ha aprendido para reconocer a las personas, como su forma de caminar, su ropa o el perro con el que pasean cada mañana. Con la excusa de su propia enfermedad, el neurólogo nos relata los casos de otros pacientes y nos ayuda a comprender el proceso por el que nuestro cerebro deja de reconocer las cosas que le son familiares, un problema que afecta a un 2% de la población.
Confusiones y anécdotas aparte, el libro es una nueva cita para los amantes de la obra de Sacks, si acaso con un aliciente especial: conocer de cerca lo que el propio neurólogo ha tenido que experimentar como persona y como paciente durante los últimos años, mientras nos describía de forma magistral los problemas de los demás.
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